Era un 31 de octubre, como hoy, en una isla cálida, como Lanzarote… ¿o sería Lanzarote? Llena de palmeras y cactus que por la noche, como todo, se volvían negros y oscuros…
La noche a veces nos da miedo porque nuestros ojos no pueden ir más allá, no ven lo que nos rodea y esa sensación de no ver, nos genera nervios, nos inquieta…
Aquella noche se iba a reunir toda la familia a cenar, todos menos uno, la abuela. Hacía unos meses que ya no vivía en casa, estaba malita y un día, se fue. La mamá de Siomara le había explicado que la abuela, finada, no volvería. Se había ido de viaje, al cielo. Había muerto.
-Siomara no sabía muy bien qué era eso: ¿Pero mamá, qué es morirse? ¿Por qué se van al cielo? ¿Allí qué hay? -insistía la pequeña.
-Te lo explico todo el 31 de octubre -respondía su mamá.
Pacientemente esperó al 31 de octubre, parecía un día de fiesta, por la tarde mamá y papá cocinaban muy atareados en la cocina. Amasaban gofio y preparaban platos con almendras, nueces y castañas para el postre.
-Mamá, ¿pongo la mesa? -se ofreció Siomara queriendo ayudar a sus papis.
-Ay, sí -dijo su mami- lleva platos a la mesa y no olvides poner uno delante de la silla de la abuela.
-¿Viene la abuela? -preguntó Siomara súper sorprendida.
-No viene, la abuela siempre está y hoy, celebramos precisamente eso -dijo sonriendo mami.
En ese momento entraban los primos de Siomara, los tíos y sus abuelos paternos. Todos sonreían y traían algo en la mano: una bolsita de castañas, una botella de vino de La Geria…
Y el abuelo según entraba, pronunció unas palabras que Siomara no olvidará jamás:
-¿Hay Santos? -según decía esto, abría una mochilita pequeña de tela que llevaba en la mano, una talega.
-Sí hay. -respondió la mamá de Siomara metiendo en la talega unas almendras garrapiñadas que acababa de asar.
Entonces el abuelo apartó la talega, ya con las almendras dentro y cogió en brazos a Siomara mientras le decía:
-Pequeña, seguro que hay muchas cosas que todavía no entiendes. Hoy nos reunimos para celebrar la vida de todos aquellos “finaos”, que han emprendido su viaje al cielo. Ya no hablan con nosotros, ya no juegan, ya no les vemos en casa, pero, piensa fuerte…
¿recuerdas el olor del perfume de la abuela? ¿Y recuerdas cómo te peinaba al salir del mar todos tus ricitos ensalitrados?
-Sí, abuelo, mmmmmmm, recuerdo ese aroma a vainilla que tenía la abuela. Y también cómo olían sus manitos a crema por las noches cuando me daba un beso en la frente antes de dormir. Recuerdo cómo cogía mi pelo delicadamente y lo peinaba para que no se me hicieran nudos, lo recuerdo y lo siento tan real cuando cierro los ojos, que casi es como si pudiese verla delante de mí.
-Pues, eso es lo que celebramos hoy, celebramos que ha vivido para dejarnos esos recuerdos tan bonitos, esa fragancia, esos abrazos, ese amor. Ya estaba muy mayorcita y tenía problemas para caminar y dolor en las piernas, por eso se fue a descansar al cielo, pero, ¿sabes una cosa? Solo morimos cuando desaparecemos de la memoria de los demás… mientras nos recuerden, entonces, seremos “finaos”.
-Finaos -repetía Siomara mientras el corazón le latía apresuradamente al pensar en su abuelita. ¡Se sentía tan afortunada y feliz por tener todos esos recuerdos con ella! ¡Claro que debía celebrarlo! Entonces, cogió la talega del abuelo y salió de casa en casa por su barrio mientras repetía la pregunta de su abuelo en cada puerta:
-¿Hay santos?
Llegó a casa con la talega llena y el corazón contento, sentía como si su abuela la hubiese acompañado en todo el paseo. Caía la tarde y ya era la hora de cenar, ya era la noche de finaos y se sentaron a la mesa, a recordar historias de la abuela, bromas que ella siempre hacía, cómo preparaba su famoso frangollo… Y de eso precisamente va noche de finaos, de recordar y tener presente a quien está pero no vemos, a quien queremos y no olvidamos: a nuestros finados.
¡Y colorín colorado, vaya festín de dulces se han dado!